Nuestro pulpo no se llamaba Paul. Él era uno más de tantos. Mareado por la corriente cuando ésta andaba agitada y libre buceador, como el que más, cuando el entorno se lo permitía. Carecer de fama le había evitado cosas horribles. Cosas como tener que plantearse algo más que ser un simple pulpo. Mientras Paul tuvo vocación de adivino, nuestro pulpo no aspiraba a más que ser un pulpo. Y así acabó Paul, las aspiraciones superiores, que remedio, mejor dejarlas al hombre.
Nuestro pulpo tenía ocho brazos, como todos los demás. Y tampoco era más simpático que la mayoría. Se podría decir que tenía una vida tranquila, normal y corriente. A veces, los tentáculos de alguna de sus patas sujetaban cosas. Elegía aquellas del mar que más interesantes le parecían. Algunas pasaban demasiado rápido o no estaban a su alcance. Las que podía agarrar, al hacerlo, las examinaba con cautela. Era un atento observador del mundo, si algo no le llamaba demasiado la atención lo soltaba apenas lo había atrapado. Tantas cosas inútiles circulaban por allí... La contaminación humana era, en gran parte, causa de sus desintereses. En las historias de sus ancestros recordaba grandes aventuras, tesoros únicos de otra época. Quizá los abuelos habían exagerado, o quizá realmente aquello iba a peor.
Pero en esto que la vida seguía e iba encontrando, muy de cuando en cuando, algún tesoro. Había coleccionado piezas a las que él daba un gran valor. Eran importantes porque eran las suyas, otro cefalópodo no se hubiera molestado en adquirir dichas piezas. Al arrastrar sus tesoros por la arena éstas iban ganando peso al adherirse la tierra sobre ellas. Los días de marea agitada las piezas tendían a alejarse y cada una en una dirección. Las ventosas de nuestro pulpo se esforzaban al límite para no perder ninguna. Este trabajo era realmente duro. En ocasiones llegó a perder de vista partes importantes de su colección. Las piezas que se perdían viajaban con la corriente a zonas peligrosas del mar, de las que ningún pulpo había vuelto jamás.
Un día nuestro pulpo se encontró con algo que le debió deslumbrar. Tenía a su alrededor una espesa nube de polvo y era realmente enorme. Tan grande era aquel artefacto que sus ocho brazos tuvo que usar para apropiárselo. Había dejado sus otras pertenencias a la vista, con idea de no olvidadlas para cuando consiguiera doblegar aquella mole. Mal momento fue. Una enorme corriente se llevó el resto de piezas que formaban su colección. Al menos sabía la dirección que estas habían tomado y podría volver a intentar reponer el conjunto. No podía mover aquella cosa, pero al menos tenía la convicción de que le pertenecía.
Se empezaba a obsesionar. La corriente no le había llevado a él por estar agarrado a algo mayor. Se empezaba a sentir a gusto allí, pegado como una lapa. Al poco rato había olvidado por completo la dirección que tomaron aquellas otras cosas tan pequeñas que había dejado aparte. Ya no tenía orientación respecto a nada que no fuera su ansiada posesión. En algún momento, mientras estaba allí agarrado, olvidó que los pulpos carecen de propiedades privadas.
La corriente se volvió más peligrosa por momentos. La arena se desprendió de aquello a lo que abrazaba y se vio como no era más que una simple roca. Por momentos dejaba de apreciarla. ¿Qué hacía regalando su compañía a un ser que ni llamarse ser podía? Un ente que no tenía brazos para él. Empezó a temblar la piedra. Era redonda, su naturaleza la hizo rodar sobre la superficie del profundo océano en el que se encontraba. Durante los primeros giros el pulpo intentó seguir allí sujetando. No ya por aprecio a la piedra sino porque su propia supervivencia lo requería.
Los golpes dañaron seriamente su invertebrado cuerpo. La cabeza le daba vueltas. La piedra se le escapó entre tantas vueltas y giros. Él acabó cayendo al suelo. Despertó en un lugar que le resultaba en principio desconocido. Estaba desorientado pero vio a pocos metros una de las pequeñas piezas de su antigua colección. Quién sabe a dónde habría ido a parar aquella mole traicionera ya... y a quién le importaba. Había perdido la movilidad de una pata. Siguió caminando a pesar de ello. Podía haber perdido más, pero allí estaba. Las patas que quedaban sanas le sostenían, apoyadas sobre la tierra.
Por momentos el pulpo fue más que un simple pulpo, como todos los demás, y pensó. Y tras meditar llegó a una conclusión que nunca jamás olvidaría: Nada le pertenecería jamás que no fuera su propia vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario